Desde la perspectiva de Prats (1999), sería fácil catalogar el período de la posguerra como “la edad dorada de la ética y la ausencia de egoísmo”. Sin embargo, señala que el propósito de quienes lideraron el proceso ha sido ambiguo. Es decir, la política externa de los Estados Unidos ha perseguido, siempre, la defensa de un futuro mejor para ese país y la de sus intereses nacionales. En efecto, la Carta de la ONU y, seguidamente, la Declaración de Derechos Humanos tampoco ha sido tan "universal", indica el autor.
De esta manera, las instituciones creadas entre 1944 y 1945 fueron hechas “a la medida” de los intereses de las economías industrializadas y, especialmente, de la norteamericana, como aquella que emergió con mayor ventaja luego de la guerra. En ese contexto, la Escuela de la Modernización, sustentada por los postulados de las teorías evolucionistas, planteaba al desarrollo y el crecimiento económico como términos asociados.
Sin embargo, la idea de un desarrollo ilimitado provocó consecuencias sociales y ambientales. En ese sentido, de acuerdo a la cronología de Valcárcel (2006), repasamos el enfoque de la modernización, y otras ideas subordinadas, surgidas desde la posguerra hasta los años 90.
Desde la escuela de la economía del desarrollo, Barán (1910 - 1964) vinculó al desarrollo con la acumulación del capital y el aumento del Producto Bruto Interno (PBI).
Asimismo, Rostow (1916-2003) propuso cinco etapas y, de esta manera, influyó en la Alianza para el Progreso. En este sentido, el desarrollo era asociado con un proceso de “evolución” que, imperativamente, debían registrar los países en vías de desarrollo, considerados sociedades tradicionales, hasta llegar a ser sociedades modernas, es decir, urbanas, industrializadas y democráticas. Sólo siguiendo el camino de los países occidentales, y su proceso de modernización, este grupo de países lograría los efectos políticos y sociales derivados del crecimiento económico.
En resumidas cuentas, para este enfoque, el desarrollo era un proceso que debía emprenderse en América Latina, África, Asia y Oceanía, dirigido a sentar las bases que permitieran reproducir las condiciones que caracterizaban a las naciones económicamente más “avanzadas” del mundo. Paralelamente, suponía adoptar los valores y principios de la modernidad, incluyendo las formas concretas de orden, racionalidad y actitud individual.
Finalmente, señala Valcárcel (2006) el “mito prometeico” no se cumplió. A modo de reflexión, Europa no “descubrió” a los países sub desarrollados, por el contrario, las secuelas de las conquistas los determinaron.
Marca una ruptura con la modernidad, partiendo del enfoque estructuralista, para analizar al sistema económico mundial. De este modo, el sistema de división internacional de trabajo, es considerado el responsable de la dominación y explotación, por parte del capital. Se argumenta la existencia de relaciones desiguales entre el “centro” y la “periferia” y tanto desarrollo, como sub desarrollo, son las consecuencias de la expansión capitalista. López (s.f.) manifiesta que el subdesarrollo no era una etapa previa al desarrollo, sino una consecuencia de los factores externos del mismo. Es decir, el desarrollo de los países occidentales requería del subdesarrollo de los países del “tercer mundo”, para sostenerse.
En respuesta, surgen instituciones, la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) por ejemplo, junto a las teorías del deterioro en los términos de intercambio, entre otras, para justificar una mayor intervención del Estado, proponiendo un Modelo de Industrialización por Sustitución de Importaciones (MISI). En síntesis, desde este enfoque, se reivindica el historicismo, considerando que el término desarrollo debía ser redefinido. Por lo tanto, el desarrollo debía ser más que solo industrias y mayor producción, incluyendo mejoras en la calidad de vida e incorporando la dimensión social a la económica. Finalmente, la propuesta buscaba mitigar el predominio economicista, en los diversos usos y aplicaciones del concepto de desarrollo, a lo largo del tiempo. No obstante, una de las principales críticas a esta concepción, reside en la insuficiencia para explicar que el atraso de determinadas regiones fue producido, únicamente, por una lógica sistémica. Según Gabay (s.f.), estas críticas sugieren mostrar cómo se supera la situación y sobre cuáles actores sociales hay que basarse para promover el desarrollo.
El enfoque ambientalista emerge a partir de una desilusión con la modernidad, producto de la inviabilidad del modelo industrial. En ese sentido, a partir de los daños generados por el modelo economicista de desarrollo, la propuesta ambiental representa la preocupación por las generaciones venideras, mediante un cálculo entre el crecimiento poblacional y los recursos.
De esta manera, el desarrollo sostenible reconoce la función que cumple el medio ambiente y los recursos naturales, como base de sustentación material, ecosistémica, ambiental y energética de los procesos económicos (López, s.f.).
Para culminar, más cerca en el tiempo, la Cumbre de la Tierra de 1992 dio origen a la Agenda 21. Este documento, estableció pautas orientadas a “encaminar el mundo” hacia el respeto con el medio ambiente.
Cuando hablamos de “desarrollo humano”, noción propiciada por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), el objeto del desarrollo son los seres humanos y sus necesidades, fundamentalmente, salud y educación.
Partiendo de estas ideas, en oposición al modelo industrial, lo central es el desarrollo de las personas y no “de las cosas”. Valcárcel (2006), centraliza dos ideas fuerza, la primera, consiste en replantear cómo “medir” el desarrollo. La segunda, pretende focalizar en los aspectos sociales, buscando disminuir la pobreza.
En un escenario marcado por la crisis del Estado de bienestar, la idea de que el crecimiento económico genera progreso social y desarrollo volvió a cobrar fuerza. Es decir, producto de las 10 recomendaciones del Consenso de Washington, nacieron los Programas de Ayuda Económica, para emprender en América Latina. Sin embargo, estas ideas quedaron establecidas como un modelo “indiscutible” para todo el mundo en desarrollo. En consecuencia, parecía prudente sacrificar en el corto plazo, si fuera necesario, las exigencias sociales de la población con la mira puesta en el posterior efecto derrame de la riqueza que hipotéticamente sucedería en el largo plazo. Tal perspectiva, fue alimentada por un entusiasmo generalizado, acerca del inevitable triunfo de la globalización occidental, que el intelectual Fukuyama (1992) denominó como el “fin de la historia”, ponderando a la globalización como el único patrón político creíble y posible.
Ahora bien, los resultados de este período, no han sido otros que el aumento de la desigualdad, la pobreza y el desempleo. Valcárcel (2006), atribuye esto, entre otras cuestiones, a que los capitales extranjeros salieron de los países con la misma velocidad con la que entraron, sin cumplir “su misión”. En el siguiente vídeo, podemos ver un ejemplo de lo que significa el… “volver a los 90” y del período neoliberal en nuestro país.
Colocando al ser humano en el centro, la visión de mercado es desplazada por la siguiente:
El desarrollo humano es un proceso mediante el cual se amplían las oportunidades de los individuos, las más importantes, de las cuales son una vida prolongada y saludable, el acceso a la educación y el disfrute de un nivel de vida decente. Otras oportunidades incluyen la libertad política, la garantía de los derechos humanos y el respeto a sí mismo… [1]
De este modo, el “rol” de las oportunidades es crucial, Lucca (2009) sostiene que el 90% de la diferencia de ingresos, entre los adultos, se explica por las oportunidades que tuvieron en la niñez. En definitiva, ampliar las oportunidades, abordadas de manera integral y universal, resulta sustancial.
En conclusión, el crecimiento económico es considerado, tan solo, un medio para que las personas puedan alcanzar una mejor vida y bienestar. En esa época, el PNUD, inspirado particularmente en ideas de Amartya Sen, de Mahbub ul Haq, de Richard Jolly, y otros, introdujo una nueva acepción y una nueva forma de medir el desarrollo. Se trata del Índice de Desarrollo Humano (IDH) que, como indicador alternativo al PBI, pone el énfasis en la calidad de vida, la esperanza de vida al nacer y el nivel educativo. En cuanto a los “actores”, y sus roles, el Estado debe recaudar e invertir, el mercado debe encargarse de introducir eficiencia, a partir de la competencia, y la sociedad civil estar dispuesta a capacitarse para competir como capital humano.
Adicionalmente, destacamos que, desde comienzos de los años 90, el PNUD ha publicado, sistemáticamente, el resultado de la aplicación empírica del IDH en los países y también a nivel mundial, enriqueciendo enormemente la idea de desarrollo.
Para culminar, más allá del repaso por los enfoques de Valcárcel (2006), nos parece acertado incluir la perspectiva de Escobar (2005), para sintetizar los tres momentos principales que tuvo el concepto de desarrollo, por parte de las ciencias sociales, en los últimos 50 años.
Los mismos, argumenta el autor, emergen desde tres orientaciones teóricas contrastantes: la teoría de la modernización, en las décadas de los 50 y 60, con sus teorías aliadas de crecimiento y desarrollo; la teoría de la dependencia y perspectivas relacionadas, en los años 60 y 70; y las aproximaciones críticas al desarrollo, como discurso cultural, en la segunda mitad de la década de los 80 y los años 90.
En ese sentido, señala Escobar (2005), la teoría de la modernización inauguró un período de certeza, bajo los supuestos beneficios del capital, la ciencia y la tecnología. Esta certeza fue “golpeada”, por primera vez, desde la teoría de la dependencia, la cual planteaba que las razones del subdesarrollo estaban en la conexión entre dependencia externa y explotación interna, en vez de en una supuesta carencia de capital, tecnología o valores modernos.